miércoles, 24 de junio de 2009

Anispensario

Este es un anispensario negro,
de tan enfermo,
de tan parco.
Me duele el pecho.
Uno de esos días,
uno de esos
momentos
en que se alborotan las entrañas y los gritos.
Uno de esos.

lunes, 22 de junio de 2009

Se abre, en el cielo

Se abre, en el cielo,
esta ciudad que inunda,
este caminar de pasos en la orilla,
esta dádiva limpia de caramelos y arrullos.
Se abre, en el cielo,
esta ciudad que inunda,
que desquebraja, que aglutina,
que desparrama hasta el hastío del perro
que se va
a otra habitación
a mirar las aspas.
Se abre, en el aire,
esta humedad deprisa,
este anhelo brillante de moldura
que se queda en ascuas y amenaza,
rutilante,
hacia el paso de abril.

Minas

No se recuerdo su nombre, ni su cara.
No recuerdo tampoco cómo llegué a esta historia.
Ella salía por las mañanas, muy temprano, y se detenía a cada momento para averiguar a qué jugaban los niños, a unirse a su juego, a preparar guisos extraños en tazas y platos diminutos y a correr y a recolectar las historias de los ancianos.
Le gustaban las arañas y las mariposas.
Y las arañas y las mariposas la encontraban bella.
Y su risa golpeteaba por las calles.
Y cada día, acudía a aquel cerro para caminar y observar a los animales y a las plantas.
A sentir al Viento.
Cerca de allí, por aquella calle, se encontraba su casa.
Y sucedió que un día, ella miró los pies rasgados de los niños. Y miró aquellos campos calvos. Y miró las pieles empedradas de los viejos. Y las casas grandes y los grandes jardines.
Y, cuando calles y magueyes se azularon, ella acudió al cerro para caminar, pero con lágrimas.
A sentir al Viento.
Y el Viento se recogió y fue hacia ella.
Y le llenó de tierra los ojos para que riera.
Y le inquietó a sus rizos para que bailara.
Se hizo pequeño el Viento, diminuto, temeroso de erizar el cuerpo de la joven.
Y llegó hasta sus ojos.
Pero ella no rió, ni bailó.
Ella seguía con lágrimas.
Y llegó la noche.
La muchacha seguía llorando y el Viento tenía que marcharse.
El Viento tuvo una idea: le pidió a la Luna que, ya que ella estaría ahí toda la noche, acompañara a la joven hasta el siguiente día.
Hasta su vuelta.
Y así sucedió.
El Viento se marchó y la Luna preguntó a la muchacha el motivo de su llanto y su tristeza.
Y la muchacha habló.
La Tierra atrajo dos lágrimas y, escudriñando la humedad de sus adentros, decidió intervenir.
Había algo que ella podía hacer para cubrirles los pies a los niños, para llenar de flores a lo campos, para mojar las grietas de los viejos.
Y allá, al fondo, las casas grandes y los grandes jardines.
Y ella se filtró a la Tierra.
Y el Sol se abrió paso entre las piedras.
Y el Viento regresó.
Pero ella ya no estaba.
Y el Viento recorrió calles y busco a la bella muchacha.
Pero ella ya no estaba.
Y el Viento giró en las calles, visitó las minas, se escurrió por San Francisco.
Y ella ya no estaba.
Y la Luna encontró al Viento arrastrándose por las calles, abrumado.
Entonces la Luna decidió contarle.
Y rugió el Viento, desposeído.
Enloqueció.
Y el Viento recorrió calles y busco a la bella muchacha, removió arbustos y copas de los árboles, arrancó faldas y quebró portones.
Y ella ya no estaba.
Y el Viento rodó en las calles, se arrastró a las minas, se arrojó a los cerros.
Y no estaba.
Y nació la plata.
Y todavía el Viento sigue buscándola.
La busca.
La busca en los pétalos de los rehiletes.
En los cabellos.
Entre las telas de las faldas.
Bajo las mesas cubiertas de manteles.
Y se recogió y va.
Y viene y va.
Y llena de tierra los ojos.
Ríe.
Baila.
Se hace pequeño el Viento, diminuto, temeroso de erizar los cuerpos.
Y se introduce por las aberturas de las ventanas que hay en las casas.
Revuela los papeles y las cartas.
Y ruge.
Y golpetea por los barrios altos.
Y, a veces, apenas si mueve las cosas.
Y gime.
Hasta que, cansado, después de días, lo vence el sueño.
Pero sufre de insomnio, el pobre.
El que ya no recuerda su nombre ni su cara.
El que ya no recuerda tampoco cómo llegó a esta historia.
El que salía por las mañanas, muy temprano, y se detenía a cada momento para averiguar a qué jugaban los niños, a unirse a su juego, a revolver guisos extraños en tazas y platos diminutos.
A correr y a recolectar las historias de los ancianos.