Una de las conclusiones a las que
me llevó mi tesis doctoral fue que lo que llamamos forma poética –cuento,
poema, novela o ensayo literario, según aplique– es la integración
fonética-conceptual que se da en la mente humana al momento de construir el significado,
y no la materialidad en sí, sonora o visual, que tradicionalmente asociamos al
término literatura.
Creo firmemente que esto viene
del término en sí mismo, literatura,
que usamos ahora en lugar de poesía,
que hasta antes del siglo XVIII –creo– se usaba para referirse a cualquier
invención verbal, no necesariamente en verso. Literatura inevitablemente nos
remite ya a la palabra escrita. En cambio, cuando entendemos la poesía desde su
origen griego como poiesis, es decir,
señala Juani Guerra, como construcción
imaginativa real, online, es
sinónimo de “riqueza en posibilidades de emergencias de estructuras nuevas de
significado abierto en cada activación por cada agente”.
Por eso, ahora más que nunca
abrazo mi llamado como poetisa y ya
no más como escritora. Recuerdo que el maestro Ramón Martínez me reclamaba: si
vas a escribir poesía, entonces preséntate como poetisa, no como esa jediondez
–los que conocieron al maestro, sabrán por qué uso la j– que usan ahora las mujeres de llamarse poetas.
Y sí, poetisa –término al que le sacaba la vuelta– me gusta más ahora
porque me suena a sacerdotisa.
Me gusta pensarme entonces como
una sacerdotisa de la palabra.
Lejos de ser un paliativo para
excusarme de mi larga ausencia en este sitio, es más bien un compromiso:
consagro mi vida a la poesía, no sólo frente al escritorio, sino en cada
segundo de mi existencia.