Hace
frío.
Llego a la universidad y me detienen.
Moños negros.
Pero no lloro ni retrocedo.
No retrocedo.
Las puertas de mi universidad.
Moños negros.
No retrocedo.
–Buenos días.
–Buenos.
–Buenos días.
Pero no lloro ni retrocedo.
No retrocedo.
–Buenos días.
–¿Cómo estás?
–Bien. Muchas gracias. ¿Y tú?
–Muy bien. Gracias.
Gracias.
–Qué gusto verte.
Qué gusto.
Bandera a media asta.
Buenos días.
Qué gusto verte.
Qué gusto.
Ramón y un chico de arquitectura están en
esa esquina. Fumando.
Ramón dice:
–Dla, Dle, Dlu. Dludl dla.
Y ambos empiezan a hablar: dla, dle, dlu, dludl dla.
Sergio suelta a Mou y mira a Ramón.
–¿Alguien habla japonés?
Pero no retrocedo.
Es medio día.
Y pudo ser cualquiera.
Con los pies fríos, subo las escaleras de Aulas Dos.
Con los pies fríos.
Si algo conservo de mi tierra, es eso. Me gusta la comida
bien caliente.
A menos, claro, que el plato que se sirva sea frío.
Me hubiera traído las botas grises.
Pero eso de que te sirvan unos tamales que prometen mucho en
su vapor, y con el primer bocado se mezcle un algo tibio con algo húmedo de tan
frío nomás no.
Nomás no.
Serrano no ha llegado y espero frente a su puerta.
Por eso comprendo muy bien cuando Tanya entra al pasillo que
da a la oficina del doctor Serrano, se detiene frente a mí y dice:
–Quiero un café bien caliente.
–Pero que esté bien caliente –empuño y marco.
–Sí –dice Tanya–. Bien caliente.
–¿Cómo estás?
–Por favor ábreme.
Salgo del edificio.
Tengo frío.
Y pudo ser cualquiera.
Cristal enciende una veladora.
Y otra.
–Afuera hay tantas cosas –me dice–.
Tantas.
Pero ya se acerca la boda de
Rodolfo y allá vamos.
A Tampico.
Es de noche.
Llegamos.
Bajamos del auto y, como en Oaxaca,
hemos llegado al hotel con el nombre que nos anotó Carlos pero la reservación
se hizo en otro sitio.
El teléfono que nos dieron es de otro
hotel.
En fin, me dices. Prefieres quedarte
aquí. Ya lo conocemos y, además, ya es de noche.
Es el mismo hotel donde nos quedamos
para la otra boda, ¿te acuerdas?
Hay tantas cosas.
Tantas.
Pues aquí nos quedamos.
Nos quedamos.
Nos dan una habitación en el primer
piso, a la altura de la recepción. Pero está muy bien porque desde la ventana
puedo ver el Zócalo Capitalino.
Y me encanta la vista. Madres con las
manos en niños y bolsas repletas, hombres de traje rumbo a la oficina,
vendedores, el tránsito, turista en pantaloncillos como si no hiciera frío.
Hace frío, ya me doy cuenta, y toso.
Y todavía tengo los pies fríos.
Y ahora las manos, la nariz.
Y el turista en pantaloncillos.
Traigo una toalla en la cabeza, para que
se me seque el cabello, y ropa cómoda.
Miro el Zócalo.
Paty y Dulce vienen por esa esquina.
Suena un tiro.
Todos al piso.
– Ante el menor ruido –te digo–.
Pero no me escuchas, estás en el baño.
–Ante el menor ruido.
La gente se percata de la falsa alarma y
se levanta. También se levantan Dulce y Patricia. Vuelven a su conversación y
siguen.
Atrás viene Selene.
La saludo.
Ella alza un poco los ojos y asiente, no
muy convencida.
Me quedo pensando si ella pensará que
soy una presuntuosa.
En eso me doy cuenta de que allá viene
un camión lleno de militares.
Y el sonido de un helicóptero.
Que aterriza en el Zócalo.
Cerca del hotel.
Los militares.
El camión se detiene también frente al
hotel y los soldados bajan. Unos se pierden a mi derecha y otros van a la
izquierda. Parece que van a entrar.
Estarán buscando a alguien.
Otros más se colocan en el Zócalo,
mirando al hotel. Así que me oculto tras un sillón para cubrirme. En ese
momento sales del baño y te digo que te tires al piso.
Los que están afuera pueden estar dentro
en cualquier momento.
Un soldado se coloca frente a nuestra
ventana y te apunta.
Pongo las manos en alto para que tú lo
hagas.
Pero no lo haces.
Un tipo se me acerca y le digo que
piense con calma las cosas, que a lo mejor le somos útiles, y él me lanza un
puñetazo en la cara que me lleva al piso.
Pero no lloro ni retrocedo.
Veo cómo te someten los soldados y te
llevan fuera del cuarto.
Ojos afuera de sus cuencas.
Uñas crispadas.
Piel reseca.
No se lo lleven.
No, por favor, no se lo lleven.
No nos separen.
Necesito verlo. Necesito verlo.
Sillón rojo.
Paredes marrón.
Uñas crispadas.
Necesito verlo.
Cortinas blancas.
Sillón rojo, cojín grisáceo.
Necesito verlo.
Entra otro grupo de soldados.
Piel reseca.
Pero necesito verlo.
Un soldado del nuevo grupo se adelanta
un paso, apunta y dispara contra mi agresor y, antes de que termine de pensar
que quizá vienen a salvarnos, me dispara entre los ojos y me lleva al piso.
Ábreme.
Por favor, ábreme.