jueves, 15 de julio de 2010

La maravilla de regalar un libro

El año pasado fui a la presentación de Orejas de mariposa, de Luisa Aguilar. En él, Mara me contó que sus amigos le decían orejotas; así que llegó un buen día con su madre y le preguntó:
"–Mamá, ¿tú crees que soy una orejotas?
–No, hija. Tienes orejas de mariposa.
–Pero, ¿cómo són las orejas de mariposa?
–Pues son orejas que revolotean sobre la cabeza y pintan de colores las cosas feas."

Enseguida recordé a mi madre, y también me recordé a mí misma. Era lo que en tantas películas y caricaturas conocemos como ratoncitas de biblioteca. Chaparrita y flaca, usaba frenos y unos lentes gruesos y enormes, y era muy pero muy velluda, con bigote incluido. En realidad todavía lo soy pero ahora tengo acceso a ciertos métodos. Pero mi madre y mis hermanos se encargaron de darme la misma lección que la madre de Mara: usaba lentes porque mis ojos eran tan hermosos que necesitaba traerlos en vitrinas; y no es que sea velluda, en realidad soy una Xitlally de peluche portátil.
Así que no lo pensé dos veces y decidí comprar el libro. Le conté esta historia a Luisa mientras le pedía que lo firmara para mi madre. Ella escribió una dedicatoria hermosa en la cual le agradecía por regalarme unas inmensas orejas de mariposa.

Hace un par de horas mi madre me habló por teléfono. Mi madre organiza talleres artísticos en mi pueblo natal. Resúltase que recientemente se integró un niño que no puede caminar y aparentemente es algo cabezón. Mi madre le mostró el libro de Luisa.
Luego de leerlo, el niño alzó la mirada hacia mi madre y le dijo: “No puedo caminar. Pero quizá pueda volar, ¿verdad?” Mi madre le aseguró tal cosa porque, seguramente, esa cabezota es así de grande porque está llena de grandes ideas.

viernes, 9 de julio de 2010

El hombre que llegó a mi vida veinticuatro horas antes de lo planeado

Él llegó a mi vida veinticuatro horas antes de lo planeado. Fue algo tempestuoso. Así de cursi. “Un día de estos voy a contar tus lunares”, me dijo; y no contuve mi sorpresa al verme descubierta. Por él que tenía menos de un día de conocerme, menos de una noche de besarme como si desde siempre hubiera estado ahí. Por él que en ese instante se iba de mi vida para dar el portazo y presumirle al taxista que había venido a visitarme en nuestro segundo aniversario. Y es que con él no hay hubieras ni hay habrás. Solo hay posibles y, acaso, probables.
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Pude haber regresado a casa, pero decidí esperarlo en su hotel. No es un hombre que se cuide mucho, que se arregle más de lo estrictamente necesario. Me cuenta historias que le creo risueñamente y eso me basta. Sé que mañana no estaremos, mas cuando inventa un “juntos” me gusta creerle. Al día siguiente, cuando me descubro lejos, no sé si extrañar sea una palabra exacta.
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“Realmente no sé nada de tu vida sino desde hace un mes”. No sé si extrañar sea la palabra exacta. Sé que he soñado con él. Como también sé que sueño con cualquier persona… Sé que espero un mensaje, un correo, una llamada; que al tomar una copa no puedo evitar recordarlo. Aunque sé que me basta un buen platillo para que mi mente viaje a otros sitios donde él no tiene espacio. No sé si extrañar sea una palabra exacta.
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Acordamos vernos en la ciudad. Terreno neutral aunque suyo. No pude ir. “Por eso me gustas, por cabroncita.” Un día después se despidió por teléfono. Tenía que emprender un viaje. Hay amores que entran así y luego se escapan. Él dice que llegan para evidenciar cosas que antes nadie había visto.
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Era de noche cuando me dijo que podría escribir una novela con la semana que pasamos juntos. Pero lo nuestro es de una naturaleza tan esporádica que no sé si una historia pueda escribirse a trozos.
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Nunca sé cuándo llegará ni si tendré la oportunidad de besarlo. Lo prefiero así. Sin certezas. Como un vuelo equivocado en una fecha equivocada. Como un beso robado en el aparador de una tienda, o desde la ventana de un taxi cuando había creído que no lo vería más.

Descansa en paz, Juan Hernández Luna.